VENTANA DE OTROS OJOS // MIGUEL DELIBES DE CASTRO
Uno debía tener once años cuando lo llevaron a ver El puente sobre el río Kwai; la historia me desazonó; el coronel inglés, que se niega heroicamente a construir el puente, luego lo levanta con heroísmo parejo, y además pelea contra los suyos por evitar su destrucción, ¿era bueno o malo? Mis padres me explicaron entonces, de vuelta a casa, que la bondad y la maldad absolutas no existen, que uno debe ser honesto consigo mismo y respetar a los demás, pues a menudo son buenas simultáneamente gentes que piensan de manera diferente. La reciente lectura de una biografía de Fitzroy ha traído al primer plano de mi mente aquella salida del cine.
Robert Fitzroy (1805-1865) es famoso porque fue el capitán del Beagle, navío en el que Darwin realizó su viaje de exploración alrededor del mundo. Sabemos que Fitzroy, en un viaje previo, había secuestrado a unos indígenas de Tierra del Fuego para educarlos en Inglaterra. También sabemos que Darwin estuvo a punto de abandonar el Beagle tras discutir agriamente con el capitán acerca de la esclavitud, que el último parecía justificar. Sabemos, por fin, que durante toda su vida Fitzroy lamentó haber llevado a Darwin en su barco, pues se sentía culpable de haber colaborado en el origen de una nefasta herejía (de hecho, en un debate público sobre la evolución, un exaltado Fitzroy enarboló una biblia pidiendo a los asistentes respeto por la palabra sagrada). Fitzroy no tiene, pues, buena prensa.
Sin embargo, fue un gran hombre humana y científicamente, y precisamente por eso, víctima de los poderosos. Su trato con los fueguinos le ayudó a valorar a los “salvajes”, lo que en parte motivó que fuera nombrado gobernador de Nueva Zelanda; allí intentó que se pagaran a los maoríes las tierras que se les arrebataban, y el gobierno británico lo destituyó con cajas destempladas, argumentando que impedía el progreso. Toda una vida de observaciones en la mar le permitieron pensar que el tiempo atmosférico podía preverse, afirmación entonces tan heterodoxa (si bien de menos calado) como las de Darwin.
Apoyado en la Marina, creó en Londres la primera oficina meteorológica mundial, y a partir de una red de informadores conectados por el telégrafo fue capaz de proporcionar incipientes previsiones, que publicaba The Times. Cuando Fitzroy anunciaba tempestad, los pescadores no salían a faenar, lo que salvó muchas vidas; los armadores propietarios, en cambio, lo denunciaron, pues se perdían jornadas de pesca, y lograron que se juzgara de superchería a la previsión meteorológica. El servicio fue fulminado y Fitzroy acabó suicidándose.
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