VENTANA DE OTROS OJOS // MIGUEL DELIBES DE CASTRO
Lo cierto es que pasan cosas (cuando escribo, la condena a Garzón; antes, los problemas de Público…), se anuncian otras (volver a abortar a Londres, urbanizar aun más la costa…), terminan los contratos de los más brillantes jóvenes de nuestros laboratorios sin resquicio para renovarlos… En general, la búsqueda del conocimiento es una aventura apasionante y divertida, pero estas semanas se antojan grises y ofrecen pocas oportunidades de reír. Tal vez por eso he recordado la involución, la evolución hacia un estado inferior, que fue llamada degeneración darwiniana.
Aclaremos de entrada, para no engañar a nadie, que la degeneración darwiniana fue una teoría de finales del XIX que carecía por completo de fundamento. ¿Qué es evolucionar a peor? ¿Acaso son mejores las patas que las aletas? Sin embargo, los partidarios de aquella idea sugerían que los delfines eran mamíferos degenerados, puesto que habían modificado sus patas. ¡Y para qué hablarles de las serpientes, que carecían de extremidades! ¡La degeneración en forma de bestia! Mark Twain se burló de estas aproximaciones (en otra ocasión escribí aquí mismo sobre él, pero creo que no conté esta historia).
Decía Twain, con su característica ironía, que los humanos descendíamos de animales superiores, como las anacondas, y éstas a su vez de otros animales aún mejores, y así la vida habría ido, poco a poco y durante largo tiempo, degenerando desde algún ancestro lejano casi perfecto, “tal vez un átomo”. Lo argumentaba invocando un experimento que se atribuía: tras colocar una anaconda con varios becerros, se comió uno y no molestó al resto, en cambio un conde inglés en las Grandes Llanuras mató un montón de bisontes y los dejó pudrir; sin duda, el conde era una anaconda degenerada.
El más conocido defensor de la teoría de la degeneración se llamó Lankester y fue director del Museo Británico de Historia Natural. A Lankester, un buen hombre de su tiempo, le preocupaba seriamente que los ingleses degeneraran: “Debemos saber que estamos sujetos a leyes naturales y tenemos tantas posibilidades de mejorar como de empeorar”. Pensó, por tanto, en recetas posibles para evitarlo, y encontró una: potenciar la investigación “para ser capaces de orientarse en el futuro a la luz del pasado”.
Estamos involucionando, se diría, aunque nada tenga ello que ver con Darwin y la biología. Tal vez, como Lankester sugería hace 130 años, la respuesta a esta crisis esté en el conocimiento. Pero el propio hecho de involucionar nos lleva a despreciarlo.
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