VENTANA DE OTROS OJOS // MIGUEL DELIBES DE CASTRO
Hace ya tiempo que acabó el otoño, pero desde octubre ando queriendo escribir una columna relacionada con el bello colorido del follaje en aquella estación, cuando, como escribió Neruda, hay que dejar caer “todas las hojas de todos los árboles de todos los países (…) como si fueran pájaros amarillos”. ¿Por qué se tornan rojas, o amarillas, las hojas que van a perderse?
Los científicos se habían preocupado poco por este asunto, y en todo caso lo despachaban con una explicación sencilla: las hojas verdes lo son porque están llenas de clorofila, necesaria para la fotosíntesis; cuando en otoño bajan las temperaturas y disminuyen las horas de luz, la clorofila se torna incapaz de cumplir su función, hasta el punto de que, para la planta, es más rentable degradarla y reutilizar sus componentes que mantenerla; desaparecida la clorofila de las hojas, los pigmentos amarillos o pardos que hasta entonces permanecían ocultos bajo el verde, se dejan ver.
En ciencia, inevitablemente, tienden a cuestionarse las explicaciones simples, así que han surgido algunas dudas. Los carotenoides, que dan tintes amarillos, sí están enmascarados en las hojas por la clorofila verde, pero las antocianinas, que proporcionan colores rojos, no suelen hacerlo, de forma que tienen que ser sintetizadas en el otoño, poco antes de que las hojas caigan. ¿Por qué invertir recursos en tintar de rojo una estructura destinada a desaparecer de la planta en breve plazo? Existen ingeniosas propuestas fisiológicas y ecológicas, pero ninguna definitiva.
Las antocianinas actúan como filtros solares, absorbiendo los fotones excedentes cuando, debido a las bajas temperaturas, la clorofila no es capaz de hacerlo. De esta manera funcionan indirectamente como antioxidantes, mitigando el riesgo de daños en la planta. Eso explicaría que en muchos arces las hojas más expuestas al sol se vuelvan rojas, en tanto las menos expuestas sean amarillas. Pero, además, las antocianinas eliminan directamente radicales libres, incrementando de esta manera su papel reductor del estrés oxidativo.
¿Es sólo eso? Muchos pulgones, y seguramente otros parásitos, colonizan en otoño las plantas donde reproducirse al año siguiente, y al parecer seleccionan el color de sus hospedadores de una forma no azarosa. Diversas observaciones sugieren que evitarían el rojo, prefiriendo el verde y el amarillo. Ahora bien, ¿lo harán por el color en sí o porque a los colores están asociados compuestos volátiles u otros factores que los pulgones detectan? Se sigue trabajando, pero no me negarán que las hojas muertas (en este caso, moribundas) pueden dar mucho juego (como mostró Yves Montand, en otro contexto).
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