VENTANA DE OTROS OJOS // MIGUEL DELIBES DE CASTRO
* Profesor de investigación del CSIC
El saber obtenido y difundido al margen de las normas científicas convencionales suele tener mala imagen entre los profesionales de la investigación. Como escribió alguien: “Con displicencia, lo llamamos leyendas o anécdotas, y si presumimos de cultos, conocimiento inductivo”. En muchas ramas de las ciencias naturales, y en particular en la zoología, es lógico que así ocurra, pues a menudo los humanos hemos visto a los animales como nuestros álter egos, atribuyéndoles vicios y virtudes nada científicas. Además, eso distorsiona las observaciones, mezclando hechos con ficción. ¿Cómo tomar en serio un tratado clásico donde se dice que “en el Delfinado de Francia encontró un oso a una mozuela que iba por leña, y cogiéndola en brazos se la llevó a su cueva, donde, dándole abrazos y haciéndole caricias, usaba de ella como si fuera hombre”?
Pero hay notables excepciones a este recelo ante el conocimiento no –o pre–científico. Lo prueba la relativamente nueva, y sin duda boyante, disciplina científica conocida como etnobotánica. Estudia las relaciones de las sociedades humanas con las plantas (comestibles, medicinales, alucinógenas…) y en este caso, como es lógico, el conocimiento acumulado por las sociedades indígenas supone un input imprescindible para los académicos. Sin embargo, no era de plantas de lo que quería escribir hoy. A las puertas de las vacaciones, como despedida temporal de estas páginas, pensaba tratar un tema más fresquito, también relacionado con los saberes primitivos.
En general, los ornitólogos estudian las aves del lejano norte durante el verano, pues en invierno todo está allí helado y oscuro, y entonces trabajan en sus despachos o siguen a las aves que migraron al sur. Sólo los inuit saben lo que ocurre durante la estación fría. Aún así, cuando sugirieron que los censos invernales de éideres (el pato del que se obtiene el plumón de los edredones) de la bahía de Hudson no contaban con los ejemplares que descansaban bajo el hielo en los bordes de las polinias (espacios de agua libre entre hielo marino), los ornitólogos formales pensaron: “¿Aves bajo el hielo? Una leyenda más”. Douglas Nakashima, sin embargo, pensó que merecía la pena confirmar o descartar la aseveración. Acompañó a los inuit y descubrió con ellos que muchas aves pasaban largo tiempo ocultas bajo someras cúpulas de hielo que retenían aire. Es más, eran los propios éideres, con su actividad buceadora, quienes generaban las burbujas que, al acumularse, acababan deformando el hielo y formando su escondrijo. Sin los inuit no lo hubiéramos sabido. ¡Buen verano a todos!
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